jueves, 23 de junio de 2011

SOLEMNIDAD DE CORPUS CHRISTI



 DOMINGO 26 DE JUNIO
FIESTA DEL CUERPO DE CRISTO


Historia de la Solemnidad del Corpus Christi

A fines del siglo XIII surgió en Lieja, Bélgica, un Movimiento Eucarístico cuyo centro fue la Abadía de Cornillón fundada en 1124 por el Obispo Albero de Lieja. Este movimiento dio origen a varias costumbres eucarísticas, como por ejemplo la Exposición y Bendición con el Santísimo Sacramento, el uso de las campanillas durante la elevación en la Misa y la fiesta del Corpus Christi.
Santa Juliana de Mont Cornillón, por aquellos años priora de la Abadía, fue la enviada de Dios para propiciar esta Fiesta. La santa nace en Retines cerca de Liège, Bélgica en 1193. Quedó huérfana muy pequeña y fue educada por las monjas Agustinas en Mont Cornillon. Cuando creció, hizo su profesión religiosa y más tarde fue superiora de su comunidad. Murió el 5 de abril de 1258, en la casa de las monjas Cistercienses en Fosses y fue enterrada en Villiers.
Desde joven, Santa Juliana tuvo una gran veneración al Santísimo Sacramento. Y siempre anhelaba que se tuviera una fiesta especial en su honor. Este deseo se dice haber intensificado por una visión que tuvo de la Iglesia bajo la apariencia de luna llena con una mancha negra, que significaba la ausencia de esta solemnidad.
Juliana comunicó estas apariciones a Mons. Roberto de Thorete, el entonces obispo de Lieja, también al docto Dominico Hugh, más tarde cardenal legado de los Países Bajos y a Jacques Pantaleón, en ese tiempo archidiácono de Lieja, más tarde Papa Urbano IV.
El obispo Roberto se impresionó favorablemente y, como en ese tiempo los obispos tenían el derecho de ordenar fiestas para sus diócesis, invocó un sínodo en 1246 y ordenó que la celebración se tuviera el año entrante; al mismo tiempo el Papa ordenó, que un monje de nombre Juan escribiera el oficio para esa ocasión. El decreto está preservado en Binterim (Denkwürdigkeiten, V.I. 276), junto con algunas partes del oficio.
Mons. Roberto no vivió para ver la realización de su orden, ya que murió el 16 de octubre de 1246, pero la fiesta se celebró por primera vez al año siguiente el jueves posterior a la fiesta de la Santísima Trinidad. Más tarde un obispo alemán conoció la costumbre y la extendió por toda la actual Alemania.
El Papa Urbano IV, por aquél entonces, tenía la corte en Orvieto, un poco al norte de Roma. Muy cerca de esta localidad se encuentra Bolsena, donde en 1263 o 1264 se produjo el Milagro de Bolsena: un sacerdote que celebraba la Santa Misa tuvo dudas de que la Consagración fuera algo real. Al momento de partir la Sagrada Forma, vio salir de ella sangre de la que se fue empapando en seguida el corporal. La venerada reliquia fue llevada en procesión a Orvieto el 19 junio de 1264. Hoy se conservan los corporales -donde se apoya el cáliz y la patena durante la Misa- en Orvieto, y también se puede ver la piedra del altar en Bolsena, manchada de sangre.
El Santo Padre movido por el prodigio, y a petición de varios obispos, hace que se extienda la fiesta del Corpus Christi a toda la Iglesia por medio de la bula "Transiturus" del 8 septiembre del mismo año, fijándola para el jueves después de la octava de Pentecostés y otorgando muchas indulgencias a todos los fieles que asistieran a la Santa Misa y al oficio.
Luego, según algunos biógrafos, el Papa Urbano IV encargó un oficio -la liturgia de las horas- a San Buenaventura y a Santo Tomás de Aquino; cuando el Pontífice comenzó a leer en voz alta el oficio hecho por Santo Tomás, San Buenaventura fue rompiendo el suyo en pedazos.
La muerte del Papa Urbano IV (el 2 de octubre de 1264), un poco después de la publicación del decreto, obstaculizó que se difundiera la fiesta. Pero el Papa Clemente V tomó el asunto en sus manos y, en el concilio general de Viena (1311), ordenó una vez más la adopción de esta fiesta. En 1317 se promulga una recopilación de leyes -por Juan XXII- y así se extiende la fiesta a toda la Iglesia.
Ninguno de los decretos habla de la procesión con el Santísimo como un aspecto de la celebración. Sin embargo estas procesiones fueron dotadas de indulgencias por los Papas Martín V y Eugenio IV, y se hicieron bastante comunes a partir del siglo XIV.
La fiesta fue aceptada en Cologne en 1306; en Worms la adoptaron en 1315; en Strasburg en 1316. En Inglaterra fue introducida de Bélgica entre 1320 y 1325. En los Estados Unidos y en otros países la solemnidad se celebra el domingo después del domingo de la Santísima Trinidad.
En la Iglesia griega la fiesta de Corpus Christi es conocida en los calendarios de los sirios, armenios, coptos, melquitas y los rutinios de Galicia, Calabria y Sicilia.
Finalmente, el Concilio de Trento declara que muy piadosa y religiosamente fue introducida en la Iglesia de Dios la costumbre, que todos los años, determinado día festivo, se celebre este excelso y venerable sacramento con singular veneración y solemnidad; y reverente y honoríficamente sea llevado en procesión por las calles y lugares públicos. En esto los cristianos atestiguan su gratitud y recuerdo por tan inefable y verdaderamente divino beneficio, por el que se hace nuevamente presente la victoria y triunfo de la muerte y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo.



Esta fiesta se celebra en la Iglesia Latina el Jueves siguiente al Domingo de Trinidad para conmemorar solemnemente la institución de la Sagrada Eucaristía.
Del Jueves Santo, que conmemora este gran evento, se hace mención como Natalis Calicis (Nacimiento del Cáliz) en el Calendario de Polemio (448) para el 24 de Marzo, siendo el día 25 de Marzo considerado en algunos lugares como el día de la muerte de Cristo. Este día, sin embargo, estaba en Semana Santa, un tiempo de tristeza, durante el cual se espera que las mentes de los fieles se ocupen con pensamientos de la Pasión del Señor. Más aún, tantos otros actos tenían lugar en este día que el acontecimiento principal casi se perdía de vista. Esto se menciona como la razón principal para la introducción de la nueva fiesta, en la Bula “Transiturus”.
El instrumento de que se valió la Divina Providencia, fue Santa Juliana de Monte Cornillon, en Bélgica. Ella nació en 1193 en Retines cerca de Lieja. Huérfana a temprana edad, fue educada por las monjas Agustinianas de Monte Cornillon. Allí, andando el tiempo hizo su profesión religiosa y más tarde llegó a ser superiora. Intrigas de diversas clase la condujeron en varias ocasiones fuera del convento. Murió el 5 de Abril de 1258 en la Casa de las monjas Cisterciences en Fosses, y fue sepultada en Villiers.
Juliana, desde su temprana juventud, tuvo una gran veneración por el Santísimo Sacramento, y siempre anheló una fiesta especial en su honor. Se afirma haberse incrementado este deseo por una visión de la Iglesia bajo la apariencia de la luna llena que tenía un punto negro, el cual significaba la ausencia de tal solemnidad. Ella hizo conocer sus ideas a Robert de Thirete, entonces Obispo de Lieja, al erudito Dominico Hugo, más tarde cardenal legado en los Países Bajos, y a Jacques Pantaléon, entonces Archidiácono de Lieja, después Obispo de Verdun, Patriarca de Jerusalén, y finalmente Papa Urbano IV. El Obispo Robert quedó favorablemente impresionado, y, puesto que los obispos ya tenían el derecho de ordenar fiestas para sus diócesis, convocó un sínodo en 1246 y ordenó que la celebración se realizara el siguiente año, también que un monje llamado Juan escribiera el Oficio para la ocasión. El decreto se conserva en Binterim (Denkwürdigkeiten, V, 1, 276), junto con partes del Oficio. El Obispo Robert no vivió para ver la ejecución de su orden, pues murió el 16 de Octubre de 1246; pero la fiesta fue celebrada por primera vez por los cánones de San Martín de Lieja. Jacques Pantaléon se convirtió en papa el 29 de Agosto de 1261. La hermitaña Eva, con quien Juliana había pasado algún tiempo, y quien también era una ferviente adoradora de la Sagrada Eucaristía, ahora recomendó encarecidamente a Enrique de Guelders, Obispo de Lieja, que solicitara al papa extender la celebración al mundo entero. Urbano IV, siempre un admirador de la festividad, publicó la Bula “Transiturus” (8 de Septiembre de 1264), en la cual, después de haber ensalzado el amor de Nuestro Señor como se expresaba en la Sagrada Eucaristía, ordenó la celebración anual de Corpus Christi en el Jueves siguiente al Domingo de Trinidad, concediendo al mismo tiempo muchas indulgencias a los fieles por su asistencia a la Misa y al Oficio. Este Oficio, compuesto a solicitud del papa por el Doctor Angélico Santo Tomás de Aquino, es uno de los más bellos en el Breviario Romano y ha sido admirado aún por los Protestantes.
La muerte del Papa Urbano IV (2 de Octubre de 1264), poco después de la publicación del decreto, obstruyó un poco la difusión de la festividad. Clemente V tomó de nuevo el asunto en sus manos y, en el Concilio General de Viena (1311), una vez más ordenó la adopción de la fiesta. Publicó un nuevo decreto que incorporaba el de Urbano IV. Juan XXII, sucesor de Clemente V, recomendó con insistencia su observancia.
Ningún decreto habla de la procesión teofórica como una característica de la celebración. Esta procesión, ya celebrada en algunos lugares, fue dotada con indulgencias por los Papas Martín V y Eugenio IV.
La fiesta ha sido aceptada en 1306 en Colonia; Worms la adoptó en 1315; Estrasburgo en 1316. En Inglaterra fue introducida desde Bélgica entre 1320 y 1325. En los Estados Unidos y algunos otro países la solemnidad se celebra en el Domingo siguiente al de Trinidad.
En la Iglesia Griega la fiesta del Corpus Christi se conoce en los calendarios de los Sirios, Armenios, Coptos, Melquitas, y en los Rutenianos de Galicia, Calabria y Sicilia.

¿Qué es la Eucaristía? 
 
La Eucaristía es la consagración del pan en el Cuerpo de Cristo y del vino en su Sangre que renueva mística y sacramentalmente el sacrificio de Jesucristo en la Cruz. La Eucaristía es Jesús real y personalmente presente en el pan y el vino que el sacerdote consagra. Por la fe creemos que la presencia de Jesús en la Hostia y el vino no es sólo simbólica sino real; esto se llama el misterio de la transubstanciación ya que lo que cambia es la sustancia del pan y del vino; los accidente—forma, color, sabor, etc.— permanecen iguales.
La institución de la Eucaristía, tuvo lugar durante la última cena pascual que celebró con sus discípulos y los cuatro relatos coinciden en lo esencial, en todos ellos la consagración del pan precede a la del cáliz; aunque debemos recordar, que en la realidad histórica, la celebración de la Eucaristía ( Fracción del Pan ) comenzó en la Iglesia primitiva antes de la redacción de los Evangelios.
Los signos esenciales del sacramento eucarístico son pan de trigo y vino de vid, sobre los cuales es invocada la bendición del Espíritu Santo y el presbítero pronuncia las palabras de la consagración dichas por Jesús en la última Cena: "Esto es mi Cuerpo entregado por vosotros... Este es el cáliz de mi Sangre..."
. Encuentro con Jesús amor
Necesariamente el encuentro con Cristo Eucaristía es una experiencia personal e íntima, y que supone el encuentro pleno de dos que se aman. Es por tanto imposible generalizar acerca de ellos. Porque sólo Dios conoce los corazones de los hombres. Sin embargo sí debemos traslucir en nuestra vida, la trascendencia del encuentro íntimo con el Amor. Resulta lógico pensar que quien recibe esta Gracia, está en mayor capacidad de amar y de servir al hermano y que además alimentado con el Pan de Vida debe estar más fortalecido para enfrentar las pruebas, para encarar el sufrimiento, para contagiar su fe y su esperanza. En fin para llevar a feliz término la misión, la vocación, que el Señor le otorgue.
Si apreciáramos de veras la Presencia real de Cristo en el sagrario, nunca lo encontraríamos solo, únicamente acompañado de la lámpara Eucarística encendida, el Señor hoy nos dice a todos y a cada uno, lo mismo que les dijo a los Apóstoles "Con ansias he deseado comer esta Pascua con vosotros " Lc.22,15. El Señor nos espera con ansias para dársenos como alimento; ¿somos conscientes de ello, de que el Señor nos espera el Sagrario, con la mesa celestial servida.? Y nosotros ¿ por qué lo dejamos esperando.? O es que acaso, ¿ cuando viene alguien de visita a nuestra casa, lo dejamos sólo en la sala y nos vamos a ocupar de nuestras cosas.?
Eso exactamente es lo que hacemos en nuestro apostolado, cuando nos llenamos de actividades y nos descuidamos en la oración delante del Señor, que nos espera en el Sagrario, preso porque nos "amó hasta el extremo" y resulta que, por quien se hizo el mundo y todo lo que contiene (nosotros incluidos) se encuentra allí, oculto a los ojos, pero increíblemente luminoso y poderoso para saciar todas nuestras necesidades.
¿Está Cristo presente en la Eucaristía?
Son varios los caminos por los que podemos acercarnos al Señor Jesús y así vivir una existencia realmente cristiana, es decir, según la medida de Cristo mismo, de tal manera que sea Él mismo quien viva en nosotros (ver Gál 2,20). Una vez ascendido a los cielos el Señor nos dejó su Espíritu. Por su promesa es segura su presencia hasta el fin del mundo (ver Mt 28, 20). Jesucristo se hace realmente presente en su Iglesia no sólo a través de la Sagrada Escritura, sino también, y de manera más excelsa, en la Eucaristía.
¿Qué quiere decir Jesús con "venid a mí"? Él mismo nos revela el misterio más adelante: "Yo soy el pan de vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, el que crea en mí no tendrá nunca sed." (Jn 6, 35). Jesús nos invita a alimentarnos de Él. Es en la Eucaristía donde nos alimentamos del Pan de Vida que es el Señor Jesús mismo.
¿No está Cristo hablando de forma simbólica?
Cristo, se arguye, podría estar hablando simbólicamente. Él dijo: "Yo soy la vid" y Él no es una vid; "Yo soy la puerta" y Cristo no es una puerta.
Pero el contexto en el que el Señor Jesús afirma que Él es el pan de vida no es simbólico o alegórico, sino doctrinal. Es un diálogo con preguntas y respuestas como Jesús suele hacer al exponer una doctrina.
A las preguntas y objeciones que le hacen los judíos en el Capítulo 6 de San Juan, Jesucristo responde reafirmando el sentido inmediato de sus palabras. Entre más rechazo y oposición encuentra, más insiste Cristo en el sentido único de sus palabras: "Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida" (v.55).
Esto hace que los discípulos le abandonen (v. 66). Y Jesucristo no intenta retenerlos tratando de explicarles que lo que acaba de decirles es tan solo una parábola. Por el contrario, interroga a sus mismos apóstoles: "¿También vosotros queréis iros?". Y Pedro responde: "Pero Señor... ¿con quién nos vamos si sólo tú tienes palabras de vida eterna?" (v. 67-68).
Los Apóstoles entendieron en sentido inmediato las palabras de Jesús en la última cena. "Tomó pan... y dijo: "Tomad y comed, esto es mi cuerpo." (Lc 22,19). Y ellos en vez de decirle: "explícanos esta parábola," tomaron y comieron, es decir, aceptaron el sentido inmediato de las palabras. Jesús no dijo "Tomad y comed, esto es como si fuera mi cuerpo.es un símbolo de mi sangre".
Alguno podría objetar que las palabras de Jesús "haced esto en memoria mía" no indican sino que ese gesto debía ser hecho en el futuro como un simple recordatorio, un hacer memoria como cualquiera de nosotros puede recordar algún hecho de su pasado y, de este modo, "traerlo al presente" . Sin embargo esto no es así, porque memoria, anamnesis o memorial, en el sentido empleado en la Sagrada Escritura, no es solamente el recuerdo de los acontecimientos del pasado, sino la proclamación de las maravillas que Dios ha realizado en favor de los hombres. En la celebración litúrgica, estos acontecimientos se hacen, en cierta forma, presentes y actuales. Así, pues, cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, hace memoria de la Pascua de Cristo y ésta se hace presente: el sacrificio que Cristo ofreció de una vez para siempre en la cruz permanece siempre actual (ver Hb 7, 25-27). Por ello la Eucaristía es un sacrificio (ver Catecismo de la Iglesia Católica nn. 1363-1365).
San Pablo expone la fe de la Iglesia en el mismo sentido: "La copa de bendición que bendecimos, ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?". (1Cor 10,16). La comunidad cristiana primitiva, los mismos testigos de la última cena, es decir, los Apóstoles, no habrían permitido que Pablo transmitiera una interpretación falsa de este acontecimiento.
Los primeros cristianos acusan a los docetas (aquellos que afirmaban que el cuerpo de Cristo no era sino una mera apariencia) de no creer en la presencia de Cristo en la Eucaristía: "Se abstienen de la Eucaristía, porque no confiesan que es la carne de nuestro Salvador." San Ignacio de Antioquía (Esmir. VII).
Finalmente, si fuera simbólico cuando Jesús afirma: "El que come mi carne y bebe mi sangre...", entonces también sería simbólico cuando añade: "...tiene vida eterna y yo le resucitaré en el último día" (Jn 6,54). ¿Acaso la resurrección es simbólica? ¿Acaso la vida eterna es simbólica?
Todo, por lo tanto, favorece la interpretación literal o inmediata y no simbólica del discurso. No es correcto, pues, afirmar que la Escritura se debe interpretar literalmente y, a la vez, hacer una arbitraria y brusca excepción en este pasaje.
Si la misa rememora el sacrificio de Jesús, ¿Cristo vuelve a padecer el Calvario en cada Misa?
La carta a los Hebreos dice: "Pero Él posee un sacerdocio perpetuo, porque permanece para siempre... Así es el sacerdote que nos convenía: santo inocente...que no tiene necesidad de ofrecer sacrificios cada día... Nosotros somos santificados, mediante una sola oblación ... y con la remisión de los pecados ya no hay más oblación por los pecados." (Hb 7, 26-28 y 10, 14-18).
La Iglesia enseña que la Misa es un sacrificio, pero no como acontecimiento histórico y visible, sino como sacramento y, por lo tanto, es incruento, es decir, sin dolor ni derramamiento de sangre (ver Catecismo de la Iglesia Católica n. 1367).
Por lo tanto, en la Misa Jesucristo no sufre una "nueva agonía", sino que es la oblación amorosa del Hijo al Padre, "por la cual Dios es perfectamente glorificado y los hombres son santificados" (Concilio Vaticano II. Sacrosanctum Concilium n. 7).
El sacrificio de la Misa no añade nada al Sacrificio de la Cruz ni lo repite, sino que "representa," en el sentido de que "hace presente" sacramentalmente en nuestros altares, el mismo y único sacrificio del Calvario (ver Catecismo de la Iglesia Católica n. 1366; Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios n. 24).
El texto de Hebreos 7, 27 no dice que el sacrificio de Cristo lo realizó "de una vez y ya se acabó", sino "de una vez para siempre". Esto quiere decir que el único sacrificio de Cristo permanece para siempre (ver Catecismo de la Iglesia Católica n. 1364). Por eso dice el Concilio: "Nuestro Salvador, en la última cena, ... instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz." (ver Concilio Vaticano II, Sacrosanctum Concilium n. 47). Por lo tanto, el sacrificio de la Misa no es una repetición sino re-presentación y renovación del único y perfecto sacrificio de la cruz por el que hemos sido reconciliados.
Frutos de la Eucaristía
·      Al recibir la Eucaristía, nos adherimos intimamente con Cristo Jesús, quien nos transmite su gracia.
·         La comunión nos separa del pecado, es este el gran misterio de la redención, pues su Cuerpo y su Sangre son derramados por el perdón de los pecados.
·         La Eucaristía fortalece la caridad, que en la vida cotidiana tiende a debilitarse; y esta caridad vivificada borra los pecados veniales.
·         La Eucaristía nos preserva de futuros pecados mortales, pues cuanto más participamos en la vida de Cristo y más progresamos en su amistad, tanto más difícil se nos hará romper nuestro vínculo de amor con Él.
·         La Eucaristía es el Sacramento de la unidad, pues quienes reciben el Cuerpo de Cristo se unen entre sí en un solo cuerpo: La Iglesia. La comunión renueva, fortifica, profundiza esta incorporación a la Iglesia realizada ya por el Bautismo.
·         La Eucaristía nos compromete a favor de los pobres; pues el recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo que son la Caridad misma nos hace caritativos.
·         ¿Porque la Eucaristía es un sacrificio?
·         La Eucaristía es por encima de todo un sacrificio: sacrificio de la Redención y al mismo tiempo sacrificio de la Nueva Alianza. El hombre y el mundo son restituidos a Dios por medio de la novedad pascual de la Redención. Esta restitución no puede faltar: es fundamento de la "alianza nueva y eterna" de Dios con el hombre y del hombre con Dios. Si llegase a faltar, se debería poner en tela de juicio bien sea la excelencia del sacrificio de la Redención que fue perfecto y definitivo, o bien sea el valor sacrificial de la Santa Misa. Por tanto la Eucaristía, siendo verdadero sacrificio, obra esa restitución a Dios.
·         En este sentido, el celebrante, en cuanto ministro del sacrificio, es el auténtico sacerdote, que lleva a cabo –en virtud del poder específico de la sagrada ordenación- el verdadero acto sacrificial que lleva de nuevo a los seres a Dios. En cambio, todos aquellos que participan en la Eucaristía, sin sacrificar como él, ofrecen con él, en virtud del sacerdocio común, sus propios sacrificios espirituales, representados por el pan y el vino, desde el momento de su presentación en el altar.
·         Efectivamente, este acto litúrgico solemnizado por casi todas las liturgias, "tiene su valor y su significado espiritual". El pan y el vino se convierten en cierto sentido en símbolo de todo lo que lleva la asamblea eucarística, por sí misma, en ofrenda a Dios y que ofrece en espíritu. Es importante que este primer momento de la liturgia eucarística, en sentido estricto, encuentra su expresión en el comportamiento de los participantes. A esto corresponde la llamada procesión de las ofrendas, prevista por la reciente reforma litúrgica y acompañada, según la antigua tradición, por un salmo o un cántico.
·         Todos los que participan con fe en la Eucaristía se dan cuenta de que ella es "Sacrificium", es decir, una "Ofrenda consagrada". En efecto, el pan y el vino, presentados en el altar y acompañados por la devoción y por los sacrificios espirituales de los participantes, son finalmente consagrados, para que se conviertan verdadera, real y sustancialmente en el Cuerpo entregado y en la Sangre derramada de Cristo mismo. Así, en virtud de la consagración, las especies del pan y del vino, "re-presentan", de modo sacramental e incruento, el Sacrificio propiciatorio ofrecido por El en la cruz al Padre para la salvación del mundo.
¿Porque la Eucaristía es un Sacramento?
La recepción de Jesucristo sacramentado bajo las especies de pan y vino en la sagrada Comunión significa y verifica el alimento espiritual del alma. Y así, en cuanto que en ella se da la gracia invisible bajo especies visibles, guarda razón de sacramento. Jesús al instituir la Eucaristía le confiere intrinsecamente el valor sacramental pues a través de ella Él nos transmite su gracia, su presencia viva. Por ello, la Eucaristía es el más importante de los sacramentos, de donde salen y hacia el que van todos los demás, centro de la vida litúrgica, expresión y alimento de la comunión cristiana.
·         Sacramento de Unidad. Al referirnos a la Eucaristía como Comunión, estamos proclamando nuestra unión entre todos los cristianos y nuestra adhesión a la Iglesia con Jesús. Por ello, la Eucaristía es un sacramento de unidad de la Iglesia, y su celebración sólo es posible donde hay una comunidad de creyentes.
·         Sacramento del amor fraterno. La misma noche que Jesús instituyó la Eucaristía, instituyó el mandamiento del amor. Por lo tanto, la Eucaristía y el amor a los demás tienen que ir siempre juntos. Jesús instituye la Eucaristía como prueba de su inmenso amor por nosotros y pide a los que vamos a participar en ella, que nos amemos como El nos amó. Y, en este sentido, la Eucaristía tiene que estar necesariamente atencedido por el Sacramento de la Reconciliación pues el recibir el "alimento de vida eterna" exige una reconciliación constante con los hermanos y con Dios Padre.
El misterio eucarístico, desgajado de su propia naturaleza sacrificial y sacramental, deja simplemente de ser tal. No admite ninguna imitación "profana", que se convertiría muy fácilmente (si no incluso como norma) en una profanación. Esto hay que recordarlo siempre, y quizá sobre todo en nuestro tiempo en el que observamos una tendencia a brrar la distinción entre "sacrum" y "profanum", dada la difundida tendencia general (al menos en algunos lugares) a la desacralización de todo.
En tal realidad la Iglesia tiene el deber particular de asegurar y corroborar el "sacrum" de la Eucaristía. En nuestra sociedad pluralista, y a veces también deliberadamente secularizada, la fe viva de la comunidad cristiana -fe consciente incluso de los propios derechos con respecto a todos aquellos que no comparten la misma fe- garantiza a este "sacrum" el derecho de ciudadanía. El deber de respetar la fe de cada uno es al mismo tiempo correlativa al derecho natural y civil de la libertad de conciencia y de religión.
Los ministros de la Eucaristía deben por tanto, sobre todo en nuestros días, ser iluminados por la plenitud de esta fe viva, y a la luz de ella deben comprender y cumplir todo lo que forma parte de su ministerio sacerdotal, por voluntad de Cristo y de su Iglesia.
La Santa comunión
La adoración amante de la Santísima Trinidad. Nuestra santificación y cooperación
La vida interior supone la vida sobrenatural. No es otra cosa que la cooperación de nuestra voluntad con la gracia, con los movimientos íntimos mediante los cuales el Espíritu Santo, nuestro Huésped, nos atrae y nos guía. Debemos, por tanto, mencionar a la Santa comunión entre los principales medios de que disponemos para conservar, defender y acrecentar esta preciosa vida interior. Porque es por la Santa Comunión, sobre todo, que la vida sobrenatural se conserva, lucha y crece en nosotros.
Los dos fines de Jesús
La santa comunión continúa y consuma en nuestro corazón el sacrificio del altar. Es decir que la misa llama normalmente a la comunión, y que comulgando debemos hacer nuestras las intenciones que animan a Jesús al momento del sacrificio y al momento de su venida en nosotros. Acercándonos a la sagrada mesa, tratemos de entrar en los designios del Salvador. Cristo se propone dos cosas en el acto sagrado de nuestra comunión. La primera y principal, es ofrecer en y con nosotros su adoración amantísima a la Trinidad santa, que habita en nuestra alma. La segunda es santificarnos.
La adoración amante de las tres personas
Lo que Jesús quiere, primero, es guiar a cada uno de nosotros en su acto supremo de religión hacia las Tres Personas de la Santísima Trinidad. Se entrega a mí para que me apropie y se sirva de Él para adorar a Dios. No quiere hacerse uno conmigo, una sola hostia, y con esta hostía compuesta de Él y de mí, escucha adorar amorosamente al Altísimo.
De este modo, en la comunión, Jesús termina sobre el atar de mi corazón el sacrificio que ofrecido a la Santísima Trinidad sobre el altar de la misa. Ahí, incluso si estoy distraído, aun si lo estos voluntariamente, con la condición de que mi alma esté en estado de gracia y que mi intención sea recta, ofrecerá a Dios, tanto en mi nombre como en el suyo, sus homenajes infinitos de adoración y amor. ¡Y Yo puedo aprovechar cuidadosamente este instante úncio para adorar y amar a Dios como se Él merece!
¡Oh Jesús desde que estás en mi pecho, tómame y úneme a ti! Luego, ofréceme contigo y úneme a mí. Luego ofréceme contigo, en una sola oblación, a las tres Personas divinas. Vivir o morir; actuar o sufrir; tener éxito o ser humillado, todo lo acepto. ¡Que estas tres personas se glorifiquen conmigo como gusten! Para ellas todo lo que soy y todo lo que tengo y todo de lo que soy capaz. Para ellas mi cuerpo, mi inteligencia, i corazón y mi voluntad, pero siempre en unión contigo, para que mi ofrenda sea glorificada.. Lo que quiero es que, gracias a tu presencia, el Dios de bondad sea dignamente honrado por mí.
Nuestra santificación
En la santa Comunión, como en la misa, lo que Jesús, por una admirable condescendencia, se propone, en segundo lugar, es nuestra santificación. Desde que está presente en nosotros, nos libera de esos pecados veniales cotidianos, que no sólo nos impiden glorificar a Dios como deberíamos, sino que además ser santos como el lo desea. ¿Cómo alcanza ese resultado? Comienza ofreciendo a la santísima Trinidad sus mérito y su oración para obtener en nuestro favor un aumento de la gracia santificante. Y en esta abundancia de gracia, más bien, en este brasero, ¡con qué rapidez se consumen los pecados veniales de cada día! Luego por la virtud de su hostia, atenúa nuestro nefasto amor propio. Pero por sobre todas la cosas, crece nuestra vida divina, a la vez que crece nuestra gracias santificante. Crecen también nuestros derechos a numerosas gracias actuales, que son aumentados. Nuestras virtudes infusas, nuestras virtudes naturales se enraízan, Y finalmente, crece también, nuestra semejanza con Dios y nuestro mérito para el cielo perfecciona. Obtenida la gracia santificante, esta fuente de vida, se extiende en mí cada vez más. Oh Jesús, desde que está en mi alma, aumentas mi tesoro de gracia para hacerme más santo; dame las garcias necesarias para que me perfeccione cada vez más.
He aquí, bajo tus ojos mi egoísmo de pecador, mis hábitos detestables, mis tendencias funestas: por la virtud de tu hostia sírvete disminuir su violencia. El fondo de mi naturaleza es siempre orgulloso y sensual: por la fuerza de tu sacrificio, que se consume en mí, corrige esas miserias. Aumenta mis virtudes infusas, que derramas en mí, para que todos mis actos sean grandemente sobrenaturales y meritorio.
Fortifica mis virtudes adquiridas, las del hábito creado en mí, ¡tan débiles desgraciadamente!, para que cumpla habitualmente tu santa voluntad. Desarrolla en mí, cada vez más los dones del Espíritu Santo, para que sea plenamente dócil a las divinas inspiraciones. Finalmente, aumenta mi gracia santificante, que me hará más santo, dígnate aumentar el poder de mi caridad activa, que me conducirá más fuertemente hacia el bien. Sé que con una sorprendente ternura te propones conservar, aumentar, derramar, reparar y activar deliciosamente mi vida divina, extensión de la tuya. Sé también que de todo corazón quieres realizar en mí el segundo fin que me haces en la santa comunión. ¡Te agradezco por todo esto, y deseo que puedas encontrar en mí la docilidad que requieres para realizar maravillas de santidad!
Nuestra cooperación
Tiene que ser diaria y para toda la vida. No es sólo en la hora en que comulgo que debo corresponder a las generosidades de Jesús: siempre y en todo lugar. ¿Cómo podría adorar y amar a Dios con Jesús, sin santificarme primero? ¿Y cómo podría santificarme sin cooperar? ¿En qué consiste esta cooperación que me incumbe? Consiste en inmolar mi egoísmo y mis malas concupiscencias. El Jesús que recibo acaba de ser inmolado: ¿cómo me uniría a Él si no mortificara, al menos mi amor propio? Como dijo Pío XI: “cuanto más nos unamos al sacrificio del señor… inmolando nuestras concupiscencias y crucificando nuestra carne… tanto mayor será perfecta la unión de Cristo con sus miembros”.
Sí, la comunión, aún la de los simples fieles debe ser inmolante y debe asociarnos a las intenciones de Jesús, a la vez sacerdote y víctima. Prometámosle ser hostia como Él. Prometámosle rechazar la satisfacción funesta del pecado. Tomemos algunas y firmes resoluciones. Luego, abandonándonos totalmente a la virtud infinita de la Eucaristía, prometiendo inmolar los que es malo en nosotros. Finalmente, esta adaptación a la virtud infinita de la Eucaristía, hagámosla con determinación, porque es para vivir más abundantemente la vida divina; consintamos a morir a nuestros deseos perversos y a nuestras tendencias miserables.




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